Existen personas que andan por ahí disfrazadas, camufladas entre la sociedad; son quienes esperan al acecho que enciendas una radio o la tele y cuando te distraés, ya estás cantando una de sus canciones.
Estas personas, un día, tomaron un instrumento, un piano, una guitarra, un violoncello, o incluso el instrumento natural de cada uno, la voz, y empezaron a sentir una nueva sensación en su cuerpo, algo había cambiado. Sólo las personas que han tenido un arco de un cello sienten un cosquilleo cuando lo apoyan sobre las cuerdas, y al frotarlo estas vibran llenando cada rincón del ambiente con ese timbre único e irrepetible. ¿No me creés? ¿Pensás que exagero? Sólo basta observar a cualquier persona que toque el piano, ver cómo brillan sus ojos, un guitarrista sonríe mientras hace un solo, y el cantante cierra los ojos mientras se enreda en su interpretación.
¿Sigo exagerando? Pruebo de nuevo. Estás en un teatro, hay decenas de músicos en el escenario, todos agrupados por familias, las cuerdas, violines, violas, cellos y contrabajos, vientos, distinguimos flauta, trompeta, fagot (¿Fagot? ¿Es un instrumento? Sí, pero lo vemos otro día) mientras un hombre se pone frente a ellos, y a simple vista, sin ningún instrumento, el público lo conoce como director, los músicos le dicen maestro, pero…
Analicemos este ejemplo casero, cuando estamos en un cumpleaños, sin usar palabras, qué tan fácil puede ser indicarle a todos que comiencen a cantar, sino, el resultado será Q Q que los cu cumplas. Parece difícil pero no imposible.
Y todo esto con un simple movimiento de manos; el director levanta un brazo la música comienza a crecer y a sonar más fuerte; empieza a cerrar los ojos y la música disminuye, baja de volumen, suena más suave, más piano. ¿Acaso eso no es magia?


































