En mi vida de músico rara vez he tocado sin partitura. Las partituras son las instrucciones de cómo lograr una melodía, una receta de cómo hacerla. Después, cada uno le da el toque personal, ese que la da el gustito u olorcito diferente.
Casi nunca estoy en una presentación sin una partitura. Las he leído cientos, capaz miles de veces. Conozco cada compás, cada espacio. Esta tiene anotaciones, recordatorios, pasajes difíciles marcados, o fragmentos señalados que no me salían y tuve que repetir miles de veces; ya a la hora de tocar y de sentarme frente al piano, no la leo, casi ni la miro. Pero tiene que estar.
Nunca voy a olvidar, un 26 de octubre de 2016, estábamos por subir al escenario, y me doy cuenta de que no tenía una de las tres partituras que debía tocar.
-Pero maestro, esta hoja no tiene nada
-Si te coloco una venda en los ojos ¿podrás ver?
-Obvio que no- Respondí.
-Si te quito el calzado ¿podrás caminar?
-Me resultará una sensación incomoda o extraña al principio, pero al rato me acostumbraré.
-Dale, que ya es momento de hacer música.
Muy nervioso le comento la situación a mi maestro, y me dijo -No te preocupes, tengo la solución.
Yo me entusiasmé, era obvio, él seguro me iba a dar una copia que tenía. Me da una hoja, pero estaba en blanco… ¡Una hoja en blanco me dio!
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