‘¡La creatividad docente no deja de sorprenderme!», pienso, treinta y cinco años después, cuando recuerdo el Día de la Tradición de 1986.
¿Hablamos de disfrazes raros? Muy bien… Apuesto lo que quieran a que le gano a cualquiera en ese tema.
El 10 de noviembre, en Argentina, se celebra el Día de la Tradición. Una tradición que se pierde año tras año, dicho sea de paso, pero ese es tema de otra discusión.
Hace tiempo, incluso, ese día era declarado asueto en el Partido de General San Martín, de la Provincia de Buenos Aires. ¿Por qué? Porque el 10 de noviembre de 1834 nació en las Chacras de Perdriel (actualmente Villa Ballester, Partido de San Martín) José Hernández, político, poeta, periodista y militar que creó la obra cumbre de la literatura gauchesca: el Martín Fierro.
Todo muy lindo. Y muy interesante. Pero a decir verdad esto me quedó claro muchos años después, cuando abordé el Martín Fierro por mi cuenta. En mis años de Escuela Primaria, el 10 de noviembre era una fiesta porque no tenía que ir a clase. Sin embargo, lo más divertido eran las semanas previas.
Ensayos. Las clases quedaban en segundo, tercer o cuarto plano. ¡Lo importante eran los ensayos!
Horas y horas dedicadas a bailar sobre el escenario danzas folclóricas, con polleras largas de vuelo amplio, trenzas en el cabello y mate o canasta de empanadas en la mano.
La tradición, en el noviembre bonaerense, era no hacer otra cosa que no fuera bailar gatos, zambas o chacareras, tomar mate con torta frita o unas ricas empanadas de carne. En definitiva: la tradición era la vacación escolar en una primavera cercana al verano y a los festejos de fin de año.
De José Hernández casi no hablábamos
Hasta los nueve años mi disfraz era el de paisana, y me encantaba. Por más que mi cara de italiana no condecía con nada. No como asado y tampoco me gusta el mate. Jamás aprendí a bailar folklore. Escuchaba Pop y Rock y ya prefería, por lejos, la nutella al dulce de leche argentino.
Pero no tener clases para celebrar tradiciones que no sentía propias me parecía el mejor plan, así que yo estaba feliz con mis trenzas y mi pollera larga.
Cuando cumplí diez años ya era bastante más alta que mis compañeras. Para la danza en parejas faltaba un varón. ¿Adivinan?
Sí. El varón que faltaba tuve que ser yo.
Disfrazarse de varón no tiene nada de raro. Eso no era lo extraño. Lo diferente era la historia que la maestra se había armado para poner sobre el escenario la típica danza de todos los años y mostrar, al mismo tiempo, algo renovado.

El cuadro ideado por Pastora (ese era el nombre de mi maestra de 5°, y luego de 6° y 7° Grado) se llamó: LA DANZA DE LA YERBA MATE. Y no descuidó ningún detalle.
Para la Danza de la Yerba Mate todos teníamos que llevar un pañuelo blanco en la mano. Las nenas llevarían faldas largas verdes, blusas blancas y el pelo recogido en trenzas. Los varones, igual, pero en pantalón hasta la rodilla y sin trenzas…
Obviamente, yo tenía el pelo largo hasta mitad de la espalda, como todas mis compañeras. Pero como oficiaría de varón, mi mamá me lo tuvo que trenzar y recoger la trenza con horquillas todo al rededor de mi cabeza. Un peinado bastante molesto, por cierto, ¡eso lo recuerdo perfecto!
Las nenas se iban a maquillar, como era tradición en cada acto escolar. Esa vez yo no pude hacerlo. Tenía que parecerme lo más posible a mis compañeros.
Según parece, la yerba mate tiene flores blancas. O eso nos dijo Pastora. Por eso las camisas y blusas debían ser de ese color. Las faldas y los pantalones serían las hojas, y la danza de las parejitas imitaría el movimiento de la planta bajo el soplo del viento. ¡Digan si el cuadro no es súper recontra poético!
Bailábamos al son de un valsecito. Los pasos eran muy simples, y entre todos dibujábamos grandes círculos. Día tras día, hasta el 10 de noviembre, repetimos ese baile hasta el hartazgo. Todavía hoy recuerdo los acordes de esa melodía escuchada una y otra vez, bajo las órdenes de Pastora.
Los círculos de bailarines giraban por el escenario y, al final, todos nos congregábanos en el centro y alzábamos nuestras manos, que agitaban los blancos pañuelos.
En mitad del escenario aparecía, empujado por dos de mis compañeros, un mate enorme, color marrón con bombilla plateada, hecho de madera, cartón y papel crepé y glacé. Las manitos de todos se unían en la bombilla, y el baile circular ¡por fin! terminaba.
Así que, ya lo conté: yo celebré, en 1986, el Día de la Tradición en rol de varón, bailando con otra mujer, vestida como yerba mate. Si eso no es transgresor, al menos fue de avanzada.
LA DANZA DE LA YERBA MATE fue, sin saberlo yo, ni que Pastora lo pensara, un baile deconstruído. Aunque nadie dijo ni un sólo verso del Gaucho Fierro.
































