«Yo falté cuatro años y medio acá y ya no entiendo el idioma de la televisión», decía Susana Giménez en su regreso a la televisión, en referencia a cómo la realidad de los medios de comunicación cambia a pasos agigantados. En la educación, el fenómeno es similar, pero aquí no solo el vocabulario de la tecnología es el que ha cambiado, sino el respeto, la cultura y la valoración de quienes están frente a las aulas.
Durante décadas, los docentes fuimos vistos como figuras de sabiduría y autoridad en la sociedad. Cada día veo como ese respeto parece haber quedado relegado a una nostalgia del pasado. Es cierto que los cambios tecnológicos y sociales han generado nuevas dinámicas en las aulas, pero también han traído consigo desafíos que trascienden las pantallas y dispositivos. Por ejemplo, los tiempos de espera y la tolerancia de los niños, jóvenes y de los adultos han bajado. El efecto de inmediatez también se espera en la educación, y la frustración llega rápido si no se consigue lo que quiere. Además, los maestros ya no solo enfrentamos la falta de recursos o la presión de cumplir con nuestros diseños curriculares, sino que también somos testigos y víctimas de faltas de respeto, agresiones verbales y hasta físicas, tanto de alumnos como, en ocasiones, de las propias familias.
Pero la presión no es solo entre los docentes y las familias, ¿Qué sucede cuando dentro de las mismas instituciones educativas hay una jerarquización de las materias, donde asignaturas como música, arte, educación física, e incluso inglés, son vistas como “menos importantes”? Entonces, si dentro de la propia escuela no valoramos por igual el rol de cada área, ¿cómo podemos exigir respeto fuera de ella? Como profesor de música, a veces me siento relegado, como si enseñar una materia extra, una materia “especial” sin tener en cuenta el desafío cultural que tienen, emocional y creativo que casi ninguna otra asignatura tiene.
El problema se agudiza cuando los niveles de exigencia académica deben adaptarse para evitar conflictos. Aprobar a un alumno que no ha alcanzado los objetivos básicos se vuelve, muchas veces, una decisión estratégica para evitar confrontaciones con padres o directivos. Entonces, ¿cómo podemos enseñar la importancia de la paciencia, el trabajo duro y el tiempo que toma lograr un aprendizaje significativo o la superación?

Por ejemplo, si un alumno no alcanza los objetivos en una asignatura y lo dejamos pasar y nunca le marcamos el error siendo claros, el problema lo va a tener en dos situaciones. Cuando trabaje y tenga que hacer una tarea específica y no la resuelva no le van a decir “estás en proceso de aprendizaje, seguí intentando” o en la universidad no se tiene esa tolerancia de «bueno, al menos lo estás intentando te apruebo esta vez” Estoy de acuerdo con que la repitencia no es buena, las formas de expresar los errores tienen que ser con empatía para que pueda mejorar, pero negar los errores nunca es una solución. “La excesiva prudencia de los mediocres ha paralizado las iniciativas más fecundas”, escribió José Ingenieros en su libro El hombre mediocre. La paradoja es que, aunque la sociedad critica los errores en la educación, los docentes no siempre estamos habilitados para señalar las falencias, tanto de los estudiantes como del sistema. Y sin poder marcar esas deficiencias, ¿cómo podemos hacer un cambio significativo?» Tantos cuidados hoy nos tienen acorralados.
La innovación aplastada
Los recursos se suman a lo expuesto hasta ahora porque la falta de materiales adecuados es un desafío constante. No podemos aspirar a una enseñanza de calidad sin las herramientas más básicas. Soy un firme defensor de la inclusión de tecnología en el aula, del uso de realidad aumentada y de la enseñanza de inteligencia artificial desde los primeros años de educación. Pero, ¿cómo podemos implementar todo esto si en muchas instituciones ni siquiera contamos con lo esencial?
En una de las escuelas donde trabajo no hay ni un instrumento musical. Sin embargo, la música es una asignatura que va más allá del papel, del canto o del movimiento: requiere de materiales concretos. No es lo mismo mostrar la foto de una pandereta y escuchar su sonido que tener una pandereta en el aula para que los chicos la toquen. Es una escuela pequeña, con alrededor de 10 alumnos por aula, ¿de verdad no hay presupuesto para diez pequeños instrumentos?
Tal vez la crisis económica complica adquirir instrumentos ahora, pero este problema no es reciente; durante años, la educación ha sufrido algo similar a «pagar el mínimo de la tarjeta de crédito»: se cubren las necesidades más urgentes, pero nunca se invierte a largo plazo. Hoy, esa deuda educativa parece impagable, y las medidas drásticas se sienten como la única solución.
Como defensor de la tecnología en el aula, he desarrollado herramientas digitales y juegos para hacer música de forma virtual como juegos con realidad aumentada, juegos de la memoria con fichas que suenan y se manejan desde un teclado portátil entre otros juegos y videojuegos. Pero aquí nos encontramos nuevamente con los mismos obstáculos: no siempre hay un proyector o un televisor disponible para trabajar, y si hablamos de usar las netbooks que están en las escuelas, la mayoría están obsoletas. Entonces, ¿cómo podemos avanzar cuando ni siquiera tenemos los recursos más elementales? ¿Acaso hay capacitaciones suficientes y de calidad para usar estos elementos en este contexto?

Esta realidad también se vive en los institutos terciarios, los lugares donde se forman los futuros profesores. Instituciones que, en teoría, deberían estar a la vanguardia de la educación, pero que parecen haberse quedado congeladas en el tiempo. Entrar a muchos de estos institutos es como hacer un viaje a los años 90 o caminar por un aula del siglo pasado. Y mientras tanto, los sueldos docentes se hunden en la precariedad. Antes se decía: «¿Cómo podemos pretender que un chico aprenda si no come en su casa?». Hoy la pregunta parece ser: ¿Cómo pretendemos que un docente, por más vocación que tenga, esté a la vanguardia si gana el equivalente a tres empanadas? Con ese sueldo tiene que pagar alquiler, transporte, sus propios materiales, y aun así se espera que esté motivado, que innove y que forme a las futuras generaciones y que enfrente a padres, alumnos o autoridades educativas.
Quien no puede construir, tiende a destruir
La educación es, al fin y al cabo, el pilar sobre el que se construye una sociedad. Si no respetamos a nuestros maestros y no los apoyamos con los recursos necesarios, estamos condenados a repetir los errores del pasado, perpetuando una deuda educativa que ya no podemos seguir postergando. La escuela no es solo un espacio de transmisión de conocimientos, sino también una vía de acercamiento a la sociedad. Por eso, es crucial que padres y docentes trabajen en conjunto, como un equipo, para formar a las futuras generaciones. Al final, hay una frase popular que dice: ‘El maestro no es el que da las respuestas, sino el que abre la puerta al conocimiento.’ Pero para que esa puerta pueda abrirse, necesitamos las llaves: respeto, recursos y el compromiso de toda la sociedad.

































