Ahora que llegó el frío, el aislamiento no parece tan terrible. Siempre odié salir con menos de diez grados. Es como que ahí se pasa un límite. Cambiarme y pisar la calle a la noche es casi un acto de amor y tiene que ser muy tentadora la propuesta para que logre el coraje de tomar ese tipo de iniciativas. Igual, para ser sincera, extraño las noches románticas con una copa de malbec mientras hablábamos de nuestros sueños. ¿Habrá algún otro momento tan parecido a la felicidad como ese? Probablemente. Pero, en esas madrugadas interminables, hasta el frío o incluso gracias a él, se producía una magia increíble. De todos modos, tengo muy claro que ese pasado nos sirve para aprender y por eso hay que mirarlo con cariño pero ya no con amor.
Extraño incluso a mis no-relaciones, esas informales, con las que disfrutaba de un vino y una charla nocturna. A lo mejor eran parte de eso: compañeros de invierno que no llegaban a ser relación estable porque lo que nos unía era tan débil como para no superar un simple solsticio de junio. Noches como estas recuerdo esos momentos que, a pesar de no ser protagonizados por el amor, la compañía, en la mayoría de los casos, era casi perfecta.


































